Análisis desde la perspectiva temporal en La chica que saltaba a través del tiempo.
Como ya había introducido en publicaciones previas (qué es la perspectiva temporal, el cuestionario IPTZ y sus resultados), reflexionar sobre la manera en que percibimos el tiempo puede resultarnos útil.
Desde el punto de vista de la psicología, nuestra perspectiva temporal parte de que somos seres finitos y de que el tiempo es el medio principal en el que desarrollamos nuestra vida. Cuando aprovechamos una oportunidad o cuando la descartamos, aceptamos —a veces sin previo aviso— lo que nos aporta directamente, los «costes» que conlleva y las consecuencias secundarias de esta decisión. La medida en la que somos o no responsables de esto, dependerá del tipo de acción y de lo que pueda afectar a los demás, pero también entran en juego el resto de posibilidades deshechadas que pudieron haber sido oportunidades potenciales. Ya sea por ingenuidad o por emplear la navaja de Ockham como un precepto, esto es algo difícil de asumir a priori —leáse que conlleva no considerarse el ombligo del mundo—. Por estos motivos, conviene pararse a pensar en ocasiones, al menos los domingos, si estas «inversiones» resultan o no sensatas.
No se trata de ejercer de abogado del diablo, tampoco de recrear el Juicio de Osiris adaptándolo a nuestras coordenadas circunstanciales o del clásico arrepentimiento nostálgico reconstándose en el lecho de muerte a lo Mr. Nobody (Las vidas posibles de Mr. Nobody, 2009). En absoluto.
Creo que coincidiremos en que ser ecuánimes en la autocrítica es un sombrero a medida, sólo al alcance de unas pocas mentes privilegiadas. No obstante, puede ayudarnos conocer la influencia que tiene en nosotros la manera en que percibimos el tiempo, ya que es un factor determinante en la mayoría de nuestras acciones: si pensamos que vamos a contrarreloj intentamos acelerar nuestro ritmo, cuando estamos concentrados en una actividad —el tan en boga flow— no percibirmos el total de tiempo invertido, aunque hayan sido varias horas, como un esfuerzo, etc.
La percepción del tiempo es un proceso cognitivo, sujeto a principios psicológicos más que a leyes físicas. Es decir, el paso del tiempo en sí se puede cuantificar (lo medimos en segundos, minutos, horas, etc.) y es inexorable, pero nuestra percepción del mismo es en su mayor parte subjetiva, ya que cambia según la situación y el marco de referencia (quién no ha padecido el efecto traidor de esas siestas que se convierten en auténticos pasadizos hacia el futuro más allá nuestras previsiones).
Podemos decir que separamos el flujo continuo de lo que nos sucede —lo que está pasando ininterrumpidamente— en marcos temporales, experiencias definidas en un período más o menos concreto, ya que esto nos permite dar orden, coherencia y significado a los acontecimientos.
Como vimos anteriormente, dependiendo de cómo esté orientada nuestra perspectiva temporal personal, nos influye en mayor o menor medida el pasado (positiva o negativamente), el momento presente o bien, damos preferencia al futuro priorizando las planificaciones o metas, dejando pasar muchas veces ocasiones únicas por no haberlas considerado en estos planes o los pequeños placeres momentáneos. Realmente, suelen influir en nosotros todas estas formas de plantearnos la vida, aunque es cierto que solemos darle prioridad a una o dos, dependiendo de cómo visualicemos nuestro «horizonte temporal» particular.
Esto último nos lleva a considerar que el tiempo, sea cual sea, se define a partir del conjunto de posibilidades en el momento presente.
En el concepto «Dassein» —viene a significar muy resumidamente el «ser ahí» o «ser arrojado al mundo»—, Heidegger expone que el ser humano existe proyectándose hacia sus elecciones posibles, esto es: el ser humano se constituye por sus posibilidades.
Precisamente, la película de animación japonesa La chica que saltaba a través del tiempo (Mamoru Hosoda, 2006), trata el recurrente tema de los viajes en el tiempo más allá de la perspectiva habitual (recordemos a Marty McFly en Regreso al Futuro), ya que la importancia de estos viajes transciende y se focaliza en una perspectiva psicológica de carácter reflexivo, basada en el propio dilema del tiempo.

Kugermass, definió muy bien en qué consiste este dilema en 1967:
«El tiempo es lo más indefinible y también lo más paradójico; el pasado se ha ido, el futuro aún no ha llegado y el presente se convierte en pasado mientras intentamos definirlo: como un relámpago, existe y expira al mismo tiempo»
A partir de esta paradoja, la paradoja del tiempo, la trama se desarrolla alterando el ritmo convencional de los acontecimientos: se introducen los viajes en el tiempo a partir de un suceso fortuito, tras el cual, Makoto, la estudiante que protagoniza la historia, tendrá la libertad de realizar saltos literales en el tiempo. Casi a la vez, este personaje se enfrentará al presagio de su propio fin.
La chica que saltaba a través del tiempo utiliza la ciencia-ficción para alterar el curso natural del tiempo, convirtiendo su paso inexorable en algo elástico, alterable, tal y como resulta su percepción. Se transforma el tiempo en un medio casi completamente psicológico.
A Makoto, se le da la posibilidad de decidir qué habría hecho o qué habría cambiado si hubiera sabido que su final estaba tan cerca, con la posibilidad de actuar en consecuencia, antes de que suceda. Esta gran ventaja inicial, no supone el descubrimiento de ninguna piedra filosofal, sino que amplía aún más su capacidad de elegir y le lleva a plantearse ciertas preguntas relativas a la propia consciencia humana, preguntas que, en nuestra finitud, surgen antes o después. La principal de estas cuestiones, es: ¿qué pasaría si fueramos plenamente conscientes de las consecuencias de nuestras elecciones?
Pensadlo un momento. Imaginaros esa posibilidad para tomar el rumbo de lo que nos sucede. De deshacer y rehacer, sin arrepentimientos. De darnos oportunidad de escoger más de una solución y poder comprobar cuál es la correcta.
Aprovechemos ahora esta pausa momentánea para detenernos un momento en una escena de la película:
Nos situamos en la ribera de un río, con dos caminos paralelos a su curso pero algo distantes respecto a la propia orilla, en distintos niveles cada uno. Sobre el de arriba, un grupo de personas avanza a ritmo lento pero constante, de forma unísona en la misma dirección; mientras que en el siguiente, a un nivel por debajo, un solitario ciclista se cruza con ellos pedaleando en dirección opuesta a toda velocidad.
Justo en estos momentos, Makoto se encuentra en pleno debate interno, preguntándose hasta qué punto puede ser o no producto de una alucinación su recién adquirida habilidad para saltar en el tiempo. Su expresión, en un primer plano respecto a esta escena que se desarrolla detrás, se colorea con la luz ocaso reflejada en el río, y se detiene ante la duda de si este hecho, a pesar de haberlo experimentado ella misma, puede considerarse como mucho, bastante improbable.
Es entonces cuando, afligida, nos da la espalda y comienza a alejarse, ascendiendo por la colina que tenía detrás momentos antes y atraviesa por tanto los caminos ya mencionados: primero por el que había pasado el ciclista y ascendiendo un poco más, por el que había pasado el grupo de gente corriendo a un ritmo mucho más lento. Cruza los dos de manera transversal, perpendicularmente, por la propia senda que guían sus pasos.

De pronto, la acción se sincroniza, a la vez que ralentiza su tempo. Un chaval, que momentos antes había permanecido junto a ella cuando estaba en la orilla, retrocede en actitud de lanzar una piedra al agua. Una decisión se cruza en su mente, una posibilidad entre muchas otras, y decide tomarla. Makoto gira sobre sus talones, ya casi a punto de desaparecer por el límite de la colina, a la vez que comienza a coger impulso. El proyectil es lanzado, formando una honda al aproximarse a la superficie del agua más y más. Entonces, en lugar de hundirse —y en tan sólo un instante—, se conjuga una alianza entre lo aparentemente imposible y unos cuantos principios de la Física, produciéndose uno, dos saltos, en los que el elemento pétreo camina dando pausados brincos, girando sobre sí mismo a toda velocidad, sobre el inmenso espejo líquido.
En este momento, Makoto se eleva sobre sí misma para realizar el primer salto consciente, atravesando el gran vacío que supone salvar la diferencia de altura, lanzándose desde la mitad de la colina precipitadamente hacia la puesta de sol, el agua, la nada, lo desconocido; impulsada por un remolino interior que le permite, también contra todo pronóstico, desaparecer en el aire.

Makoto encuentra el medio de desplazarse —en negativo— en la escala del tiempo, a gran velocidad. Se convierte en un haz frente al ritmo convencional en el que suceden las cosas, pudiendo volver a puntos concretos de su pasado con una rapidez superior a la de la luz. Da un salto que cambiará para siempre su percepción del tiempo, del sentido de sus actos y del propio peso que tiene su voluntad en lo que sucede.
Su capacidad proactiva, basada en su experiencia reciente, se pone a punto en esta y varias ocasiones en las que utiliza este don cual funambulista, ya que cambiando el curso de los acontecimientos descubre que el conjunto de posibilidades es superior al esperado. Las consecuencias de sus actos, aún habiendo sido vividos previamente, siempre tienen un margen abierto a lo desconocido. Makoto regresa en varias ocasiones al punto de partida, repitiéndose el temido desenlace en la circunstancia a evitar, hasta que se da cuenta de que debe responsabilizarse de sus decisiones y aprender de sus errores, asumiéndolos en lugar de evitarlos. Dicho de otra manera: si no aprendemos de nuestros errores, es bastante probable que volvamos a repetirlos una y otra vez.
La perspectiva temporal basada en el futuro o más bien, en las predicciones que trazamos para alcanzar nuestros objetivos, puede servirnos para estar atentos a las posibilidades que nos aproximan a estas metas. No obstante, ser excesivamente selectivos pensando en el mañana, nos hará perder la perspectiva actual —lo que está pasando— y con ella, las oportunidades que se presenten de manera espontánea.
Una perspectiva orientada a un presente fatalista nos hará tender a mantener la situación en la que nos encontramos, aunque ésta resulte perjudicial para nosotros, ya que se perciben las oportunidades desde un punto de vista basado en experiencias negativas que nos han hecho experimentar impotencia o frustración; dejando a posteriori que el destino sea el que tome la decisión por nosotros, reduciendo nuestra capacidad de actuar a que las aguas tomen su propio cauce, por sí solas. De este punto de vista, es difícil que aprovechemos las nuevas oportunidades que se nos presenten, ya que frenará excesivamente nuestra iniciativa o receptividad a los cambios.
Como leitmotiv, la frase «time waits for no one» —«el tiempo no espera a nadie» en castellano—, aparece misteriosamente antes de que se produzca el primer salto en el tiempo de Makoto. Desde ese momento, su presencia invisible sigue percibiéndose continuamente, resonando como un eco.

Si Makoto permanece atenta y alcanza a interpretar la clave, podría salir de una vez por todas de la gruta en la que se encuentra, un aparente callejón sin salida en el que las cosas —la propia vida— suceden a medio camino entre la comedia y el drama. Aparentemente, el sentido de los acontecimientos y de sus propias acciones no alcanzan a determinarse, más allá de la confusión.
La voz de su tía, Kazuko Yoshiyama, será su principal guía en este proceso, dejando caer consejos que no pasan desapercibidos. Su propia actividad tiene mucho que ver con el tratamiento del tejido del tiempo, la interpretación de la memoria y su salvaguarda.
Kazuko es restauradora y, curiosamente, la protagonista de la novela homónima de la que se nutre el guión de esta trama, creada por el escritor japonés de ciencia ficción Yasukata Tsutsui en 1976. El juego de perspectivas cambia con esta adaptación al anime, un espejo sutil que inteligentemente, vela el foco de atención principal y adapta la historia a un relato más cercano al público juvenil: el resultado, aparentemente sencillo, profundiza a un nivel de complejidad de carácter existencialista, inusual en esta categoría.
Y es que, «el tiempo no espera a nadie». Eso lo sabemos de buena tinta los llamados «cirujanos del arte» —los conservadores-restauradores— que, como la tía de Makoto, trabajamos cara a cara con tres realidades al intervenir una obra de arte o un objeto: lo que fue, lo que es ahora y en lo que podría convertirse. Una especie de prisma triangular figurado que conforma la realidad a partir de luces holográficas, correspondientes a diferentes ángulos temporales.
En «La chica que saltaba a través del tiempo», la restauradora sabe que el tiempo y la correcta apreciación del mismo son fundamentales para su labor de rescatar esta pintura, acentuándose al hacernos conscientes de su cuenta atrás particular.

«Cuanto más tiempo la miras, más en paz te encuentras», le dice a Makoto, su sobrina, al enseñarsela desde el otro lado del cristal de la vitrina en la que se encuentra expuesta.
Más allá de lo meramente material, esta pintura constituye algo muy preciado para ella: el sentimiento de paz al que se aferraba el artista con su arte, imprescindible para mantenerse vivo en momentos en los que un conflicto bélico devoraba todo lo que le rodeaba a su paso. La obra, constituye todo un poema esperanzador en tiempos de guerra, una misiva que nos cuenta cómo la posibilidad de salvación, cuando no se concibe un futuro posible, se encuentra en el propio Arte.
En una carta abierta dirigida a Albert Einstein, resolviendo la pregunta ¿Por qué la guerra?, Sigmund Freud define este sentimiento:
«Desde épocas inmemoriales se desenvuelve en la humanidad el proceso del desarrollo de la cultura. […] A este proceso debemos lo mejor que hemos llegado a ser y una buena parte de aquello a raíz de lo cual penamos.»
El desarollo de la cultura. Lo mejor que hemos llegado a ser.
Conservar esta pintura, al igual que conservar cualquier otra tipología de bien patrimonial, garantizaría que este elemento que forma parte de la identidad social perdure a través del paso del tiempo, permitiendo que las generaciones venideras seguir disfrutándolo y apreciando sus valores íntegros.
En épocas de conflicto, nuestro «horizonte de expectativas» recurre a su memoria histórica como fase preliminar para plantear una estrategia basada en las posibilidades de resolución. Nuestra cultura constituye una parte imprescindible, con una carga asociada a hechos históricos y a la realidad social de las diferentes épocas; siendo una pieza clave en el engranaje de nuestro progreso: influyendo en nuestro presente y contribuyendo al mismo, permitiéndonos sumar a las valiosas aportaciones y exponentes del arte que constituyen nuestra memoria colectiva. Además, el pasado constituye una base sólida, ya que nos permite aproximarnos al futuro. Se trata de experiencia, a partir de la cual aprender a tomar decisiones que contribuyan a mejorar, más seguras y más importantes. También contribuye a recordarnos quiénes somos a partir de lo que fuimos, lo que hemos construido y en lo que nos hemos convertido.
Partiendo de este pensamiento, encontramos motivos e intereses para intentar borrar la identidad de algunas comunidades para arrebatarles la posibilidad de un futuro. En la mente de todos hay ejemplos recientes.
Ahora bien, ¿cómo nos planteamos proteger y conservar estos bienes que constituyen nuestra cultura y por tanto, nuestra identidad y riqueza patrimonial? ¿Cuál es la orientación que debe priorizar o, más bien, debemos basarnos en la contribución de épocas anteriores más que en las necesidades o en el uso y funcionalidad futuras? Esta disyuntiva es bastante habitual cuando se trata de intervenir (un ejemplo lo podéis encontrar en este artículo en la Revista PH, en el planteo las estrategias de intervención en fortificaciones a partir del polémico caso del Castillo de Matrera)
Como se trata de considerar todas las perspectivas desde un punto de vista equilibrado, para variar, en el equilibrio está la respuesta: una orientación basada en el presente, el estado de conservación actual pero también contemplando los valores que constituyen la obra, entendiendo su pasado como parte de la misma, ya que ha servido para construirlo —el pasado como presentes sucesivos— hasta el momento actual; y el futuro, como un proyecto a largo plazo que se inicia en cada instante que pasa.
En la práctica profesional, no obstante, a veces se confunde el respeto hacia el pasado con un desinterés por adquirir nuevos conocimientos o estar en consonancia con los avances tecnológicos. Esto también puede contemplarse desde una perspectiva temporal.
Pensemos en un improvisador: el sentido de la oportunidad resulta vital para alcanzar sus objetivos, pero también la capacidad de hacer que suceda algo nuevo en el acto.
Como en el jazz, se emplean elementos estructurales como referencia para organizar el desarrollo de los elementos creativos que aportará el músico en los solos, dando su contribución personal según su experiencia o personalidad. Esto no ocurre por arte de magia —aunque podría decirse que lo que hacía Charlie Parker era algo aún más poderoso—, sino que más bien constituye un truco, uno bastante bueno: emplear el conocimiento que otros han aportado antes al campo para saber que pueden mejorar y qué debe evitarse. Es decir, su empleo del tiempo como medio es similar al de una escalera por la que se asciende conquistando nuevos peldaños. No se trata de un plano por el que caminar cómodamente sobre lo, digamos, preestablecido o de únicamente repetir lo que otros escribieron en un libro de recetas, ya que el contador sigue su curso. Y no se detendrá, por muy pintorescas que resulten las vistas del paseo.
Aplicado al ámbito de la conservación-restauración, es imprescindible que el profesional reconozca el contexto actual de su profesión, cómo ha evolucionado y cómo se consolida. También que exista una relación entre la formación y la praxis, de acuerdo a las competencias establecidas y asimiladas a nivel internacional. Para esto, resulta clave la actualización de su competencia profesional mediante mecanismos como la formación continuada. Junto con su capacidad de adaptarse a las necesidades y recursos disponibles, será lo único que permitirá que esté preparado, como en un juego de malabares, para los imprevistos —más que frecuentes durante el ejercicio profesional— dando lugar a una continua optimización y aportación al campo —investigación y difusión—, en suma: permaneciendo abierto al presente.
Volviendo a la película, existe un tercer personaje para entender hasta qué punto es importante la preservación del patrimonio. Se trata de otro viajero, cuya identidad prefiero no revelar, que también accede a la época de nuestra protagonista con el objetivo de contemplar con sus propios ojos la pintura que se está restaurando.
El motivo es que en su época, la obra ya ha sido destruida. Su objetivo será comprobar que un pasado mejor fue posible, «lo que mejor hemos llegado a ser» que decía Freud a Einstein. Comprobar que existe un futuro a partir de ese pasado, unos cimientos sólidos sobre los que construir algo nuevo.
Aprender de nuestro pasado de manera constructiva, nos permite confiar en nuestra capacidad de afrontar las dificultades o los momentos dramáticos que nos hagan dudar de quiénes somos o de si existe un camino previo a partir del cual inspirarnos para seguir en la dirección adecuada.
«El tiempo no espera a nadie» podría dar pie a engaño, interpretándose como una frase lapidaria. Nada más lejos de la verdad. Se trata de una pista para la que sólo la reflexión y una perspectiva equilibrada de este medio —el tiempo—, paradójico y en continua expansión, sin fronteras cuantificables más allá de la escala humana, abrirán las puertas para recuperar el pasado y aprender de él, aprovechar las oportunidades que nos ofrece hoy el presente y sentar las bases que sirvan para conquistar el futuro.
No olvidemos que el conjunto de las posibilidades, al igual que el propio tiempo, sigue siendo eterno.
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